José Díez Lucas
sa
noche las ramblas de la gran ciudad iban abarrotadas con gente de
diferente raza, costumbres y oficios, una paella marinera con aromas
del Mediterráneo y olores cautivadores de oriente. El hachís se
consumía en todas partes: en los bares, en los parques, en la
calle... La policía no daba demasiada importancia al asunto. Eran
tiempos de libertad y de regreso a la democracia después de una
larga dictadura. Los fumetas campábamos a nuestras anchas, quizá
porque en tiempos políticos agitados, nuestra presencia no
despertaba grandes temores. Los policías más viejos, que guardaban
memoria de las crueldades de la guerra civil, miraban con cierta
benevolencia los corrillos de jóvenes liando canutos a cualquier
hora del día. Un ambiente variopinto, alegre y singular, donde beber
y fumar era lo habitual. De vez en cuando, algún altercado salpicaba
las reuniones, pero no solía pasar a mayores.
Aquella
madrugada, los operarios del ayuntamiento podaban los árboles de las
ramblas. Hacía frío, y la fauna bohemia y buscavidas se reunía en
torno a las hogueras que se encendían. Nos acercábamos con las
manos extendidas para calentarnos. Codo con codo, deambulantes,
noctámbulos e indecisos, no sabíamos donde meternos.
Llegó un tipo
raro. Era alto, fuerte, y trajeado de azul oscuro impecable. Se puso
a mi lado. La mirada perdida en un punto de las llamas que le
marcaban los músculos de las mandíbulas dándole aspecto de
dictador trasnochado. De pronto, por encima del griterío de chulos,
prostitutas, jugadores de dados, artistas bohemios..., atronó su voz
cantando el “Cara al Sol”, al tiempo que vimos alargarse la
sombra de su brazo derecho dibujando el saludo fascista.
En
el corro se hizo un silencio expectante. Los empleados públicos lo
observaron con recelo y cierta aprensión. Al poco se calló, y me
miró con chulería..., -la luz de las llamas en las pupilas-;
introdujo la mano en el interior de la chaqueta como buscando una
pistola, y me espetó con voz autoritaria -Tú, canta el “Cara
al Sol”-. Quedé paralizado. No podía pensar, aunque estaba
seguro de que no iba hacer lo que pretendía. Lo miré fijamente a
los ojos sin pronunciar palabra. Titubeó. Insistí con la mirada,
intentando contagiarle el buen rollo que reinaba..., que tuviera
calma, resignación... Dudó un segundo..., y fue lo que me “salvó”.
El intruso no había causado el efecto previsto. Vaciló abatido.
Aproveché para darle unas palmaditas en la espalda. Pobre diablo
-tranquilo hombre... no pasa nada... cálmate, acércate a la
lumbre..., ya verás cómo te sientes mejor. Se acercó al fuego
cabizbajo, mirando al vacío. Enseguida dio media vuelta y se fue tan
silencioso como había llegado. La tensión se esfumó al instante
como el humo de la hoguera.
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