En
el académico
y poco
práctico
(vitalmente
hablando)
panorama
filosófico
actual,
seguimos
jugando con
prejuicios que
se alojan
en lo
invisible.
Puede
que exista
uno tan
cercano que
sólo nos
requiera una
rascada: el
remoto e
insondable
prejuicio de
creernos
mejores, más
capaces para
la
supervivencia
que el
resto de
animales.
¡Oh,
nosotros los
que dimos
a cada
cosa su
nombre!
¡Oscuros
símbolos
tiranos-prisiones!
¡Y qué
nombre! ¡Qué
nombres de
finales! Las
palabras
agotan y
aburren a
todo lo efímero.
¿Qué sería
de una
hoja sin
su nombre?
Seguiría
siendo. Pero..,
¿por qué
me ahogo
entre las
palabras si
son la
llave de
la
inmortalidad?
Nietzsche no
iba mal
encaminado.
Hemos creído
doblegar hasta
al más
fiero de
los animales
a través
de nuestro
peculiar
cantar. ¡Oh
sí,
demasiadas
palabras,
demasiada purga
en ellas!
Nos donan
la
inteligencia,
la
especialización
cerebral y
la posibilidad
de ser
a imagen
y semejanza
de Dios,
una suerte
de mascota
de Hollywood
que anima
a los
mortales a
ser buenos
a base
de
escopetazos.
Pero…,
¿tanta
especialización
cerebral? ¿En
nombre de
qué?
