El
áspero aliento de la cordura acecha tras la rendija que se deja ver
entre la inmanencia y la nostalgia. La pantalla en blanco y negro,
los días, el sabor dormido de la felicidad.
Cavar una fosa y vomitar.
Cerrar la fosa y volver a vomitar por si queda algo. Así es.
Así somos tu y yo. Yo y
tu, diferentes pero iguales, como toda aquella muchedumbre que nos
mira. Protagonistas desvirtuados de una vida no elegida pero sí muy
bien interpretada, usamos las banderas o las barreras cuando viene al
caso, el miedo nos cala los talones.
Huimos orgullosos de la
imagen que devuelve el iris ajeno, por no aceptar la humillación de
postrarnos ante la muerte y vanagloriarla en su eterna victoria.
Besar uno a uno sus huesudos pies y aceptar la derrota. Por lo menos
mientras la lozana juventud nos sonroje las mejillas, luego ya
veremos.
Ella nos miraría, sólo
con las cuencas, pues ojos no tiene, ni falta que le hace porque ella
lo puede ver todo, como lo pueden ver todo las madres, que incluso en
la distancia presienten las angustias de sus hijos, porque de ellas
salimos, somos de su carne, conocen todas y cada una de nuestras
esquinas. Ella nos miraría con esa desdichada compasión y
prometería protegernos, siempre. Nunca nos abandonaría. Y así es.
Corremos, nos negamos a
abdicar, queremos trascender. Trascender para no morir, morir
obviando que de hecho, morimos desde siempre. Divertida farsa que nos
priva de cavar una fosa y vomitar.
Y así somos tu y yo. Yo,
tu y la muchedumbre que vemos desde aquí, perdidos entre la
inmanencia, la nostalgia y ese áspero aliento que nos acecha tras la
rendija. Tan diferentes y tan iguales, con los talones calados todos. Bien, ya está. Cierro
esto. En breve volveré a vomitar, por si queda algo.
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